“LA CAMPAÑA DEL DESTIERRO”
Cuando fui invitado a hacer uso de la palabra con motivo de cumplirse 133 años de la fundación de nuestra ciudad, pensé que era una buena oportunidad para decir que cada año que transcurre sin escuchar la voz de los vencidos, aumenta la injusticia y el dolor de los desterrados en su propia tierra, de los condenados al éxodo eterno, de los que fueron empujados hacia las zonas más pobres, las montañas áridas o el fondo de los desiertos. Como aumentó el genocidio, en la misma proporción que se extendía la frontera de la llamada civilización dominante. Porque los pobladores originarios no merecen que guardemos silencio. Porque el genocidio que comenzó con Colón no cesó nunca.
Las burguesías criollas, durante la autodenominada conquista del desierto, que bien podríamos llamar “el malón de los huincas” o “la campaña del destierro”, prosiguieron la misma política hispana del exterminio.
Y así como el discurso del encuentro de dos mundos pretendió desplazar del centro de atención la persistente condición subordinada de América Latina respecto de Europa, la matanza emprendida contra los indígenas de nuestra región ha intentado transitar la zona gris de la historia, buscando un equilibrio que justifique el sometimiento. Pero como dice Osvaldo Bayer “en historia no se puede mentir por largo tiempo”. La historia es un profeta con la mirada vuelta hacia atrás: por lo que fue, y contra lo que fue, anuncia lo que será.
Las versiones escolares divulgadas en la voz de los vencedores se han propuesto justificar el significado de la campaña del destierro. Y ya sea por desconocimiento parcial o total de los hechos, se ha creído que fue un aporte al desarrollo y consolidación de nuestro país. Pero el desarrollo es un viaje con mas náufragos que navegantes.
El sentimiento humano es lo único que puede igualarse entre los hombres. Todos tenemos la capacidad de amar lo que nos da felicidad, de sufrir ante situaciones que nos provocan daño y de lamentar, sin límite de tiempo, la pérdida o el arrebato sin piedad de lo que tanto amamos.
El diario “El Nacional” de aquella época informaba, refiriéndose a quienes se salvaban de la matanza: “llegan los indios prisioneros con sus familias. La desesperación, el llanto no cesa. Se les quita a las madres sus hijos para en su presencia regalarlos, a pesar de los gritos, los alaridos, y las súplicas que hincadas y con los brazos al cielo dirigen las mujeres indias. En aquel marco humano, unos se tapan la cara, otros miran resignadamente al suelo, la madre aprieta contra el seno al hijo de sus entrañas, el padre se cruza por delante para defender a su familia de los avances de la civilización”.
¿Es esta la piedad de la conquista?
La atrocidad encontraba su razón con el fin de que no se estorbara el avance organizado de los latifundios ganaderos. Así quedaban libres para siempre del dominio del indio esos vastos territorios, “los ganadores se quedaron con las tierras. El mismo General Roca recibió quince mil hectáreas como botín de guerra. Hubo campos para generales, oficiales, estancieros y comerciantes que habían financiado la matanza”.
La sociedad rural instaba a una más severa represión de los “indios salvajes”. El estanciero Martínez de Hoz, bisabuelo de quien fue Ministro de Economía del dictador Videla, recibió del conquistador más de dos millones de hectáreas. Apellidos como Amadeo, Leloir, Temperley, Unzué, Miguens, Arana, Señorans, Real de Azúa y otros que también fueron beneficiados.
Había que colocar la carne argentina en las carnicerías de Londres. Cuando Europa comenzó a usar los buques frigoríficos quedó sellada la suerte de tehuelches, mapuches y ranqueles.
El comandante Prado, uno de los protagonistas de la campaña, escribiría más tarde, desengañado, que al ver despilfarrada la tierra pública, comercializada en concesiones fabulosas, daban ganas de maldecir la conquista lamentando que las tierras no se hallasen aún en manos de los caciques Renque Curá o Raihueque.
Los efectos de la conquista y la humillación posterior pretendieron romper en pedazos la identidad cultural y social de los pueblos originarios. Pero como todavía tenemos el futuro, al decir de Bayer, no podemos avanzar sin escuchar la otra voz, la de los exiliados en su propia tierra, la jamás escuchada. Y si algo tenemos que celebrar, como dijera el escritor y dramaturgo Antonio Gala, sería la perenne resistencia de los aborígenes y su rebeldía.
La otra historia nos obliga a no repetir errores. Procurando despojarnos de aquella violencia inicial que destrozó los cuerpos, las ideas y las almas, asumamos hoy el compromiso de recorrer caminos de encuentro, escuchándonos y respetándonos, convencidos de que quien piensa diferente no está equivocado, sólo piensa diferente.